martes, 8 de enero de 2008

EL CHILOE DE COLOANE

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El Mercurio, noviembre de 2001

Por Francisco Coloane

Nací en la costa oriental de la isla grande de Chiloé, que protege con su base granítica de la cordillera de la Costa a las islas menores, desde el canal de Chacao hasta las bocas del Guafo. La vida de esta región está regulada por el flujo y reflujo oceánico que viene desde los cuernos de la luna y de lo que habrá más allá de los astros, y por las lluvias esparcidas con toda la rosa de los vientos. Llueve allá de mil formas, con cerrazones bramando huracanadas, copiosos llantos celestiales que traspasan el corazón de los vivos en comunicación con sus muertos, que reposan bajo los cementerios de conchales.
Mi infancia lejana se desarrolló entre dos islas del archipiélago de Chiloé, en la costa oriental de la isla grande y frente a la de Caucahué, que en huilliche quiere decir "lugar de gaviotas grandes". Entre las dos islas pasa el canal de Caucahué, formando un ángulo obtuso, en cuyo vértice está el puerto de Quemchi, que tenía poco más de quinientos habitantes cuando yo nací.
Al oriente del varadero, en "la tierra de la punta", en una casa construida sobre pilotes de madera alquitranados, mi madre, Humiliana Cárdenas Vera, campesina de Huite, hija de Feliciano Cárdenas y de Carmen Vera, me dio a luz a las cinco y media de la mañana, el 19 de julio de 1910. En esos días, mi padre, Juan Agustín Coloane Muñoz, andaba navegando de capitán de barco de cabotaje.
En la casa había una especie de puente de tablones para ir del comedor a la cocina. En la alta marea, el oleaje llegaba hasta debajo del dormitorio y así no demoré mucho en pasar del rumor de sus aguas al de las aguas del mar. Hasta hoy me acompañan el flujo y reflujo de esas mareas y sangres. La voz de mi madre y el rumor del mar arrullaron mi infancia. Los sigo amando y temiendo. De madrugada ella me gritaba siempre: "¡Panchito, arriba, está listo el bote!". Y yo me levantaba a regañadientes para tomar desayuno y embarcarme en un bote de color plomo, de cuatro bogas, hecho de tablas de ciprés y cuadernas de cachiguas, que nos llevaba al alto del estero de Tubildad. Allí teníamos siembras de trigo, papas, linaza y legumbres, y nuestros animales: algunos cientos de ovejas y unos cientos de vacunos.
En nuestro bote demorábamos cerca de una hora de Quemchi a Tubildad, según la corriente y el viento. Había que doblar el promontorio de Pinkén, extraña formación sedimentaria que penetra al mar como un angosto paredón selvático, con una abertura en el centro por donde se puede pasar en pleamar para acortar la navegación.
En lo alto del promontorio siempre había un martín pescador al acecho, que se desprendía de las tornasoladas bromelias como una saeta para zambullirse y emerger luego con un pejerrey o un róbalo en el pico. A veces una foca nos seguía como un perro cuando los remeros le silbaban. Los cahueles, como llaman allá a los delfines, bufaban saltando a nuestro derredor. Una vez ví uno blanco jugando con uno negro. Saltaban al aire, se daban vueltas y caían como tirabuzones. Esto ocurría en primavera.

Cerca de la playa de Tubildad había un gran banco de choros grandes, de los llamados "zapato" por su tamaño. Deteníamos a veces el bote y con una fisga, una vara de luma astillada en cuatro partes en su extremo, separadas las hendiduras con clavijas, ensartábamos los choros que queríamos. Los buzos acabaron después con este banco de gigantescos moluscos.
En lo alto de Tubildad teníamos una casa de madera de piso y medio, con dos miradores, uno de los cuales daba a un lago bordeado de bosques en sus extremos y con pampas suaves en sus costados. En la otra orilla se divisaban casas con arboledas de manzanos, humos y gentes con sus siembras y cosechas. Aquello para mí era un país lejano. El mío estaba en esta orilla, donde teníamos nuestros sembrados, que a veces los coipos venían a destrozar. Los perseguíamos con perros, les colocábamos trampas y hasta entrábamos a la laguna en un bongo para cazarlos, lo mismo que a buscar huevos de patos silvestres.
Al frente de nuestra casa, después del camino de entrada, mi madre cultivaba una huerta-jardín, donde había de todo, especialmente frutillas que vendía en el pueblo, grosellas y frambuesas. Mi padre había traído blancas costillas de ballena y vértebras que servían de asientos y mesas. Yo jugaba entre esas grandes osamentas sobre el césped y las flores, y me sentía como un Jonás, navegando por el vientre de un cetáceo. De allí tal vez provenga mi romanticismo por la caza de ballenas. Si hubiera sido poeta habría escrito un gran poema de un niño navegando por las profundidades de los mares y pasando de una ballena a otra como los astronautas en el espacio. Es curioso: dicen que la vida y el hombre vienen del mar, pero aunque aquel ya ha caminado por la luna, todavía no ha podido hacerlo por las grandes profundidades marinas.
Un vecino de Tubildad, puerto muy próximo a Quemchi, autóctono del lugar, me ha contado que la palabra viene de quenche, que quiere decir "gente de cabeza grande". El abogado Carlos Olguín, oriundo de Quemchi, en su trabajo sobre Instituciones políticas y administrativas de Chiloé en el siglo XVIII, nos cuenta que ella significaría "lugar de hombres sabios". Ojalá fuera así. Sin embargo, no hay que olvidar que todo ser humano, pueblo, etnia, raza o nación, se ha creído el ombligo del mundo, lo que ha llevado a los peores desastres de la humanidad. Quemchi no podría ser una excepción.

Salir a suplicar gente

Mi padre era un autodidacta del mar, como yo de la literatura. Solo que yo nunca pude usar la pluma como él su arpón. Me cuentan que primero anduvo en las "lobadas", como se dice allá en las cacerías de focas. Luego fue patrón de chalupas balleneras que pescaban para la factoría de Corral. Era la época en que se cazaba con el arpón de mano. Más tarde cazó el cetáceo con cañón arponero en la Yelcho, nave de la que fue capitán. Fue este mismo barco, adquirido por la Armada y al mando del piloto Pardo, el que salvó a Shakleton en la Antártida. De mis abuelos paternos, solo escuché hablar de la "abuela Muñoz" y de un tal "Pancho Yegua", que vivió sus últimos años en una casa solitaria.
Con el tiempo permanecíamos más en Tubildad que en Quemchi, yo montando ya a mi propio caballo, un mampato negro llamado Huaso. Con él me iba de Tubildad a Huite, a aprender las primeras letras a la escuela rural. Me acompañaba de a pie Virginia, hija de un inquilino, un poco mayor que yo.
En nuestros bolsones de loneta, Virginia y yo llevábamos la pizarra, el "lápiz de leche" (un lápiz de mina blanca que hacía las veces de tiza), con una pita amarrada al marco de madera, y el silabario Matte, cuya primera lección empezaba por OJO, ilustrada con un gran ojo de párpados abiertos sobre la palabra. Este ojo de pestañas negras me ha perseguido toda la vida: hermoso cuando lo veo en una niña, sombrío en una mujer, trizado en una vieja.
Mi abuelo Feliciano murió aplastado por un árbol que hacheaba en un bosque alto de su propiedad. Lo encontraron con el tronco sobre el pecho. Cada vez que visito el cementerio de Huite llego hasta su tumba, que siempre conserva un avellano como tratando de arrancarlo de sus raíces. Tantos derribó su hacha de leñador que "el que a hierro mata", a veces con el árbol de la vida muere. Por su edad debe haber calculado mal los últimos tres hachazos que se dan en el tronco al otro lado del corte y que determinan la dirección en que el hachero quiere que caiga el árbol.
¡Qué noches estas en que un niño por primera vez olfatea los rastros de lo que llaman muerte! Había escuchado músicas celestes y las imágenes religiosas con que mi madre y mi hermana decoraban sus habitaciones. En noches de tempestad junto a su brasero de cancagua, se acordaba de su marido y de su hijo que navegaban, rezaba por ellos; pero no dejaba de tomar su mate con sopaipillas. En el día de los muertos, plena primavera, la gente iba al cementerio portando coronas de siemprevivas, lianas que se arrastran como un llanto luminoso bajo el bosque, adornándolas con los dorados "zapatitos de la virgen" o la restallante y diabólica granada del sonrosado ciruelillo.
"Hay que salir a suplicar gente", decía mi madre cuando llegaba el tiempo de cosecha o de siembra. Se pagaban por estas labores ochenta centavos diarios, más tres comidas en la cocina de techo de paja que se levanta solitaria en el fondo del patio. Los trabajadores, pequeños propietarios, no tienen mucha necesidad de trabajar para otros y de allí lo de "suplicar". En verano llegaban de vacaciones mis hermanos Alberto y Claudina, ambos mayores que yo. Habían dejado el seminario y las monjas. Veo a Alberto guiando una yunta de bueyes para arar. Es una mancorna no bien amansada y se le viene encima. El boyero huye a las perdidas, dejando al hombre del arado batiéndose solo con los novillos encabritados. La gente se ríe burlonamente de mi hermano, y comenta que con sus altos estudios ya ha perdido la costumbre de arar con sus propios bueyes.
Claudina asistía cual toda señorita, con sus tejidos y bordados, y se sentaba en un extremo del trigal para "vigilar a la gente". Las echonas resonaban mientras tejía y yo correteaba en medio de los trabajadores. No me permitía entrar en su pieza decorada de santos e imágenes. Una vez me dijo que Dios estaba en todas partes y que si yo hacía algo malo desde el arrayán del patio me estaría observando para castigarme. Le contesté si me creía tonto; sin embargo, creo que debo haber usado una palabra más irreverente porque me dio un tapaboca y me echó escalera abajo.

Oía decir a menudo que la gente se iba para Argentina a buscar trabajo.
Una mañana desperté solitario en la pieza en la que dormía, junto a la de mis padres, en Tubildad. Llamé a mi madre y nadie me respondió. Solo el silencio. La casa estaba sola, vacía y habían cerrado la puerta con llave. Las ventanas son fijas. Me encuentro encerrado. Miro a través de los vidrios y grito. Nadie. Salgo al camino real y me voy caminando hacia el sol. En la lejanía aparece de pronto mi padre con algunos hombres de trabajo. Me pregunta para dónde voy. Le contesté que "para la Argentina". Me toma en sus brazos y viene conmigo de vuelta a casa. No puedo precisar la edad que tenía cuando por primera vez me fui a Argentina a buscar trabajo y tuve que volver en brazos. Como tampoco cuando le daba de comer al caballo Maule, un negro cariblanco de gran alzada comprado en Osorno, junto a mi pequeño Huaso. Ponía el manojo de avena en la trompa del grande y cuando este iba a dar la mascada, se lo pasaba al chico. De repente siento los dientes del Maule que rasgan mi cara. Corro a gritos, espantado por el dolor y la sangre. Las cicatrices de los dientes del caballo quedaron mucho tiempo marcadas en mi mejilla izquierda. A veces me sobo la cara como si aún las conservara; tal vez por eso me habré dejado barba. Mis padres se asustaron tanto como yo. Sin embargo, mi Rosa Millalonco más; pero después me dijo que el caballo podía haberme comido, y luego botarme como bosta en el pasto o entre los troncos, igualito que los excrementos del trauco, un hongo amarillo que después de la lluvia sale en los palos podridos.


Dios malo, Dios bueno
Del mar sacábamos calamares y pulpos grandes. Las pinucas las preparaba a la manera china, tostadas en las brasas. La famosa piedra puntuda es una verdadera baliza puesta por la naturaleza a la orilla norte del canal de Caucahué. Cilíndrica, terminando en cono, señala las grandes mareas cuando queda en seco. En sus alrededores, cubiertos de laminillas, huiros y sargazos, entre piedras de todo tamaño y trechos arenosos, tendíamos las lienzas con anzuelos y carnadas de holoturias. Había ostras, caracoles, pancoras y, en ciertas épocas, cangrejos grandes y amarillos que se pescan de noche con faroles y chonchones. Vienen hacia la luz y se cogen con la mano.
Una diabetes aguda desembarcó a mi padre a los 54 años de edad. Él murió el 11 de agosto. En tierra enflaqueció y envejeció rápidamente. Lo veo junto a un gran brasero y me pide que le traiga el diario. Me equivoco en la fecha o le traigo una revista de las que acostumbraba a leer, recostado en el sofá del costurero de mi madre. Se enoja y por primera vez me castiga en la cara con su ancha y ya enflaquecida mano. Solo otra vez me había pegado con cierta dureza. Lo recuerdo todavía. Fue cuando metí el dedo entre las valvas de una cholga puesta con otras en una vasija para el curanto. Gritos, llantos y la cholga colgando. Tomó una cuchara y dando con el revés en la concha la partió, liberándome de la tortura, mas, con la misma cuchara, me dio en la boca para que no siguiera llorando. Aprendí su lección y esa noche no lloré. Mi madre me despertó ese fatídico 11 de agosto de 1917, gritándome: "Levántese, el papá está muriéndose". Corrí a la pieza contigua y él alcanzó a tomarme de la mano. Con voz apagada me dijo: "Volvamos al mar". Su rostro ceniciento se inclinó hacia la pared y sus dedos se soltaron de los míos como si fueran la cabilla de un timón, dejándola a la deriva. Llovía torrencialmente; mi madre no llamó a nadie y se puso a llorar a solas con su muerto.
La lluvia tiene olores y colores como los frutos de los avellanos de la tierra en que nací, y lo que más recuerdo de esas lluvias de mi lejana infancia es su transparencia empozada en los charcos sobre el pasto después que ha pasado en temporal. Es como si se hubiera cuajado la mirada de Dios sobre la hierba. Un Dios bueno, el que me enseñara a amar mi madre desde la cuna, no así el Dios malo con que me amenazaba mi hermana Claudina, espiándome desde las hojas de los árboles para castigarme por lo que hacía o no hacía.
Hay veces en que despierto al borde de un abismo donde termina el mar de mi infancia; pero siempre encuentro a alguien a mi lado. O una música lejana que viene de mis islas, traída por el tamborileo de la lluvia sobre los techos del viento. Bajo esas aguas del tiempo y en el fondo de mí mismo, no veo otra cosa que un hombre, una mujer y un niño, jugando con un bote a orillas de nuestro mar interior de chilote, al cual le han puesto un mástil y un timón, esperando un soplo en la vela, para hacerse a la mar entre las islas.
Domingo, 24 de Octubre de 2004

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