Mientras los
adultos conversaban de parientes fallecidos o enfermos, de viajes, de siembras
y cosechas tomando mate o tibia chicha endulzada con miel. Nosotros
expectantes, callados, inmóviles, escuchabámos la voz de la abuela diciendo:
Esta era una familia muy pobre, pero muy pobre, que no teniendo que comer y
como el egoísta vecino dueño de una enorme arboleda no les convidaba ni una
miserable manzana decidieron en la noche ir a robar frutas para venderlas en el
mercado y con el dinero comprar alimentos. Esa noche y otras varias noches; el
abuelo, la abuela, el padre, la madre, el hijo, la hija y el perro llamado
Granizo subían a sacar peras, ciruelas, manzanas, cerezas que al otro día bien
temprano venden en el mercado y al regreso compran yerba mate, manteca, harina,
azúcar. Pero, como en los cuentos infantiles nunca falta un rico codicioso y
egoísta en este cuento no podía faltar uno de aquellos que de tanto dinero se
vuelven mezquinos. Este era el vecino dueño de la arboleda que algo sospechaba
porque cada día ve sus árboles con menos frutas.
En el universo de este cuento y en su profundidad
dimensional. El ambiente lo crea el narrador sumergiendo a sus lectores,
oyentes hace mucho tiempo, en la dimensión social de la pobreza de la familia;
situación causada por la supuesta cesantía del jefe de hogar a consecuencias de
alguna crisis o modelo social y económico que favorece a determinada clase social
dueña del capital en una sociedad regida por una economía de libre mercado.
Clase gobernante que si no es dueña del poder político deberá serlo del poder
financiero culpable último de la pobreza de la familia que acude a robar frutas
en la arboleda del vecino; y también culpable de la cesantía del jefe de hogar
que contra toda dignidad, y careciendo del amparo de leyes sociales justas debe
acudir a solucionar sus carencias haciendo uso de medios extremos… Esta digresión
se justifica en la egolatría del autor que quiere demostrar a los lectores la
facilidad con que construye nuevos universos de interpretación y análisis
ambientando su cuento en una limitada y real dimensión social. Pero basta de
rodeos y análisis seudosociales literarios; dos cucharadas y a la papa.
Cuando el ricachón egoísta ve que cada día sus árboles
tienen menos fruta prepara un enorme barril de engrudo, el pegamento más famoso
en las escuelas rurales del archipiélago chilote desde comienzos del siglo
veinte hasta principios de los setenta; pero nunca bien ponderado en su
artesanal fabricación. Aún cuando era el pegamento más apetecido por los
ratones, hecho de harina en proporción justa y agua que se mezclan
revolviéndolos lentamente al calor del fuego hasta hacer una pasta transparente
que pegaba los recortes de animales, héroes nacionales, medios de transporte,
órganos del cuerpo humano, etc; en el cuaderno de las tareas escolares.
Entonces el rico dueño de la arboleda cubrió
el tronco de los árboles con engrudo. Una noche de lluvia con viento norte, el
abuelo decidió ir a sacar las peras para comprar un litro de aceite necesario
para freír sopaipillas en el desayuno, porque tenía el antojo de comer
sopaipillas tomando una taza de café de cafetera. Se fue el abuelo buscando en
la oscuridad un árbol de peras de agua que recordaba blanditas y jugosas,
cuando lo encontró subió hasta la copa del árbol y comenzó a llenar su saco
pero cuando quiso bajar. Se dio cuenta que estaba con engrudo pegado al tronco
del árbol.
Pasaban las
horas y el anciano no regresaba, preocupada la abuela salió a buscar a su
marido. Gritando quedito. Viejo, viejito donde estas. Aquí arriba del árbol de
peras; estoy pegado y no puedo bajar. Dijo el viejo en un susurro; no vaya a
suceder que los escuchara el rico y egoísta dueño de la arboleda.
Subió la
anciana a ayudar a su marido y quedó pegada. Pasaban las horas y no regresaban
los abuelos a la casa, entonces, sale el padre en su búsqueda. Los llama en voz
alta tratando de no romper bruscamente el cristal del silencio nocturno; cuando
los encuentra sube al árbol de peras a ayudarlos a bajar, y queda pegado. Luego
van los hijos de uno en uno a buscar a sus mayores que no regresan a casa. Acortando
el cuento toda la familia queda pegada al árbol de peras, incluyendo al perro
Granizo, quiltro fiel y buen amigo de sus amos, como suelen ser los pequeños y
nunca bien ponderados perros de la raza quilterrier nacional.
Pasaban las
horas y toda la familia permanecía pegada al árbol, y como es natural les dio
hambre y comieron peras hasta quedar satisfechos, y de tantas peras que
comieron se les aflojó el estomago; y con disculpas en este caso de los
lectores. No pudiendo aguantarse el abuelo hizo su necesidad que cayó en la
cara de la abuela que no pudiendo aguantar esa calamidad hizo su necesidad
sobre la cara del padre, y lo que este hacia le caía en la cara a la madre, y
lo de la madre al hijo, y lo de este a la hija, y lo de la hija al perro
Granizo que fiel a sus amos estaba pegado con sus patitas abiertas al árbol, y
las necesidades del perro Granizo caen sobre el rostro de los que para contar
este cuento dieron permiso.
Es este un cuento de burla que contaba mi tía abuela Carmen
Pérez Pérez quien a principios de los sesenta tenía más de ochenta años pero
una lucidez y memoria que relataba a sus sobrinos nietos las burlas y astucias
de Bertoldo que aparecerá de improviso en algún relámpago de lucidez o sea
cuando rescate esos engaños y enigmas que el muy feo Bertoldo planteaba al Rey
Albuino. Del cuento del perro Granizo, que mis hermanos saben y a veces cuentan
después de pedir permiso; nunca he podido descubrir si tiene algún origen
tradicional o era pura invención de una abuela de muy rica e envidiable
imaginación. En mis andanzas de ignorante buscador de ideas nuevas en libros
viejos no lo he encontrado en ninguna antología de cuentos chilenos
tradicionales.
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