Hasta bien entrado el siglo veinte, veleros, botes y lanchas a motor se ocupaban de transportar gente y cosas desde una isla a otra, de una a otra orilla de la bahía.
En esos días que se quedaron en sombras, el varadero de los botes, lanchas y chalupones estaba al final de calle Blanco. En la bajamar parecían recostados cetáceos varados en la playa pedregosa y verde de lamilla. Eladio Vera decía que cuando niño siempre que iba a la escuela se venía por calle Lillo mirando lanchones mojados y a sus madrugadores tripulantes compartiendo un mate, una ulpada de harina tostada o una taza de café graneado. Una humeante tortilla horneada en el rescoldo del fogón que ardía en el estomago de esas misteriosas naves. En la vidriada humedad de la mañana veía gente desembarcar desde angostos botes, y de las presurosas lanchas de ruidoso motor. Un día contó más de veinte.
En aquellos años la ciudad no parecía ser de este mundo. La isla era un mundo distinto dentro de este mundo. Los botes iban y venían de una orilla a otra, trayendo gente desde Tey, Quilquico, llevando gente a Yutuy, Chañigue, Rauco. Lanchas navegaban los paisajes desde Curahue, rilan, Chonchi,
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