A mitad de la subida de calle Blanco, antes de llegar al Puerto, permanece esta familia de muñecas encerradas tras una reja de metal. Encierro que no borra su sonrisa ingenua. Una delgada linea en un redondo rostro de mirada infantil. No importa el clima, en días de viento, de frío, lluvia o calor siempre están con sus gruesos chal, sus rusticas faldas y sus toscos zapatos. Sus redondas manos sujetan canastos de junquillo.
Permanecen durante días o semanas en la vitrina de un negocio mirando la gente pasar, y a veces detenerse a verlas, sacar una fotografía y continuar su vida sin darse cuenta que ellas allí permanecen esperando conquistar la amistad de alguna niña de pocos años para ser la compañera de juegos imaginarios, o despertar la imaginación de alguna joven que busca algo original para adornar su dormitorio o pieza de estudio. Puede alguna señora, dueña de casa, se detenga frente a la vitrina para ser capturada por esa sonrisa de juguete para dejarla adornar la cocina y quedarse entre la sal, el azúcar, la yerba mate, el comino y otros condimentos.
Calle Blanco, mayo 2009.
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