Fue un claro y despejado día de mayo de 1960 que recuerdo verme abrazado a un enorme y frondoso palto, árbol que crecía tras la casa y parece esa vez sujetaba al mundo que comenzaba a hundirse. Estaba la abuela Carmen, anciana de unos ochenta años y prodigiosa memoria, sentada en el umbral, arrastrando su susto, perdiendo el equilibrio por ese tembladeral que amenazaba echar abajo la casa. Mi madre apresurada nos dejó a mi hermana y yo abrazados a ese árbol, isla de salvación, mientras corría con un balde a tirar agua para apagar la estufa y la calamidad de un incendio no apareciera a aumentar los daños de ese terremoto que destruía una enfiestada ciudad embanderada. Era domingo, 22 de mayo, mi madre en su desesperación olvidaba a su hijo recién nacido y salía de la casa empujando de un brazo a mi abuela Carmen para levantarla del umbral de la puerta y dejarla sentada bajo el cobijo del frondoso palto, y apurada volvía a entrar a la casa apartando la neblina del humo de la estufa que apurada había apagado regresaba a buscar a mi hermano menor recién nacido, cuatro días antes. Mi padre y mi hermano mayor andaban por donde los Raipillanes en un curanto, esos pantagruélicos hoy folclorizados curantos en hoyo. Mi padre conducía un viejo auto mercury del año 56, mi hermano mayor hasta el día de hoy recuerda que en la tierra enormes grietas se abrían y cerraban, mientras el auto avanzaba por un camino de ripio, y mi padre aceleraba impaciente y nervioso por llegar a casa, en cuyo frente existía un barranco, la bajada de Ramírez, barranco que se fue derrumbando con el sismo y la casa quedó equilibrándose, la mitad en el cerro y la otra mitad en el aire encima del barranco desmoronado.
Éramos cinco hermanos, los otros dos andaban por la calle jugando a manejar a toda velocidad una armazón de palos con ruedas hechas con latas de tapa de tarros, y alambres, que unían un manubrio de madera con el eje de las ruedas. Asustados por los truenos subterráneos, en el corredor de una casa se ocultaron del temblor que destruía la tierra, quedaron aplastados bajo una puerta de una pared derrumbada empujados por el miedo corrieron a sus casas.
Éramos cinco hermanos, los otros dos andaban por la calle jugando a manejar a toda velocidad una armazón de palos con ruedas hechas con latas de tapa de tarros, y alambres, que unían un manubrio de madera con el eje de las ruedas. Asustados por los truenos subterráneos, en el corredor de una casa se ocultaron del temblor que destruía la tierra, quedaron aplastados bajo una puerta de una pared derrumbada empujados por el miedo corrieron a sus casas.
Chile Tierra Maldita, tituló el periódico francés La Liberté, se creía que el sur de Chile había desaparecido destruido por el más violento terremoto hasta hoy acontecido en el mundo; y bajo el titular el periodista preguntaba ¿Los 50.000 habitantes del archipiélago de Chiloé podrán ser evacuados a tiempo? En todos quienes vivimos esa catástrofe permanece nítida en nuestros recuerdos alguna imagen de esos días aciagos cuando el terremoto más grande ocurrido en la historia de la humanidad destruyó la ciudad que habitábamos. Quienes eran jóvenes se recuerdan en el estadio jugando o presenciando el campeonato de fútbol de barrios, algunos dicen jugaban Unión Sernmart, equipo formado por jugadores de calles Serrano, Ramírez y San Martín, con Piloto Pardo, para otros el partido era entre Pedro Montt, la Puntachonos, con los Carreras; pero lo que nadie olvida es que se levantó una polvareda que pareció cubrir el pueblo, se hundió la techumbre del antiguo gimnasio, los motores generadores de la luz eléctrica, ubicados al lado del estadio, al final de calle Ramírez, corcovearon parecieron atorarse y dejaron de funcionar, se cayó la imagen de la virgen del cerro Millantuy, y se derrumbó el antiguo hospital. Sin vestirse, llevando en sus manos, zapatos, pantalón y camisa, asustados corrieron los jugadores de fútbol con los chuteadores puestos a ver que sucedía en sus casas y ansiosos por encontrar sanos y a salvo a sus familias.
Los paisajes cambiaron, parecíamos haber perdido toda esperanza, las alegrías de la celebración de las glorias navales fueron apagadas por la furia telúrica indescriptible. Las casas permanecían con sus banderas izadas. Esa tarde comenzaba el baile del último día de fiestas en la ramada ubicada donde hoy esta el bancoestado. A las tres de la tarde comenzó un incendio en calle Thompson, incendio que destruyó toda esa cuadra de casas. En la noche comenzó otro incendio en calle Blanco y avanzó destruyendo las casas y locales comerciales por Irarrazaval hasta llegar a Lillo, y dicen esa noche comenzó a llover, se terminó ese verano largo y seco del año sesenta, y llovió y tembló sin parar durante tres meses. La gente dormía en la plaza de armas donde levantaron mediaguas con latas y madera rescatada de las casas destruidas. Otros dormían en carpas de emergencia en la cancha del estadio. Los bomberos levantaron un cuartel improvisado a un costado de la plaza y estaban a cargo de una olla común. Ninguna clase de ayuda llegaba a Chiloé, todo era para Valdivia o Puerto Montt, este archipiélago no estaba en el mapa de los gobiernos; y hasta hoy esta catástrofe egoístamente se conoce como el Terremoto de Valdivia. En esos años está isla no existía, el primer avión de ayuda internacional fue un avión peruano, contaba Luis Olivares, que en ese año era estudiante del Liceo y fue llamado a integrar la Defensa Civil para ayudar a los carabineros en la vigilancia de la ciudad.
Después lentamente comenzó a secarse el mar, lentamente la bahía fue quedando desolada y seca, el mar se encogía, bajaba con una veloz corriente semejante a un río, y luego comenzó a subir. Era el maremoto, la gente arrancó para las calles de arriba, y el mar inundó la Puntachonos, la Pedro Montt, la calle Lillo, la Pedro Aguirre Cerda, el agua llegó hasta las ventanas de las casas, y en un mismo día hubo entre ocho y seis subidas de mar. La gente que por culpa del mar dejó sus casas se fue a acampar a la Plaza, al estadio o a la pampa del seguro, lugar donde hoy se ubica el Liceo. El terremoto había destruido el molo de atraque que no hacia más de ocho años que había sido construido, y el edificio municipal en calle Lillo durante años mostró en su frontis una enorme cicatriz, grieta provocada por el terremoto. El mar inundó la estación, las bodegas y el taller de la maestranza del ferrocarril que definitivamente nunca más viajó entre Castro y Ancud.
Los paisajes cambiaron, parecíamos haber perdido toda esperanza, las alegrías de la celebración de las glorias navales fueron apagadas por la furia telúrica indescriptible. Las casas permanecían con sus banderas izadas. Esa tarde comenzaba el baile del último día de fiestas en la ramada ubicada donde hoy esta el bancoestado. A las tres de la tarde comenzó un incendio en calle Thompson, incendio que destruyó toda esa cuadra de casas. En la noche comenzó otro incendio en calle Blanco y avanzó destruyendo las casas y locales comerciales por Irarrazaval hasta llegar a Lillo, y dicen esa noche comenzó a llover, se terminó ese verano largo y seco del año sesenta, y llovió y tembló sin parar durante tres meses. La gente dormía en la plaza de armas donde levantaron mediaguas con latas y madera rescatada de las casas destruidas. Otros dormían en carpas de emergencia en la cancha del estadio. Los bomberos levantaron un cuartel improvisado a un costado de la plaza y estaban a cargo de una olla común. Ninguna clase de ayuda llegaba a Chiloé, todo era para Valdivia o Puerto Montt, este archipiélago no estaba en el mapa de los gobiernos; y hasta hoy esta catástrofe egoístamente se conoce como el Terremoto de Valdivia. En esos años está isla no existía, el primer avión de ayuda internacional fue un avión peruano, contaba Luis Olivares, que en ese año era estudiante del Liceo y fue llamado a integrar la Defensa Civil para ayudar a los carabineros en la vigilancia de la ciudad.
Después lentamente comenzó a secarse el mar, lentamente la bahía fue quedando desolada y seca, el mar se encogía, bajaba con una veloz corriente semejante a un río, y luego comenzó a subir. Era el maremoto, la gente arrancó para las calles de arriba, y el mar inundó la Puntachonos, la Pedro Montt, la calle Lillo, la Pedro Aguirre Cerda, el agua llegó hasta las ventanas de las casas, y en un mismo día hubo entre ocho y seis subidas de mar. La gente que por culpa del mar dejó sus casas se fue a acampar a la Plaza, al estadio o a la pampa del seguro, lugar donde hoy se ubica el Liceo. El terremoto había destruido el molo de atraque que no hacia más de ocho años que había sido construido, y el edificio municipal en calle Lillo durante años mostró en su frontis una enorme cicatriz, grieta provocada por el terremoto. El mar inundó la estación, las bodegas y el taller de la maestranza del ferrocarril que definitivamente nunca más viajó entre Castro y Ancud.
En las escuelas comenzamos a ver una fila de gente esperando durante horas la limosna de un abrigo, una falda, un vestón y pantalones, era la ropa terremoteada, y los alimentos que de caridad repartía Caritas Chile, la leche y la harina de la alianza para el progreso, los tarros de manteca, las latas de chancho chino, la mortadela, y los zapatos plásticos. Después del terremoto, en Chile supieron que existíamos, y comenzaron a construir caminos y la gente llegaba en buses a comprar las cosas importadas con las franquicias del Puerto Libre, calle Blanco se repletó de casas importadoras, llegaron los autos y la leña no se trajo en lanchas ni en carretas, ahora llegaba en camiones Mercedes Benz 1413, y en el patio de la casa se cortaba con una sierra a motor, y comenzó el naufragio de los barcos en los mares del olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario