martes, 8 de enero de 2008

CHILOE EN LOS AÑOS SESENTA






Por: Enrique Zorrilla

Una pequeña lancha a remos me llevó a Castro, cuyo pequeño promontorio de casas ha sido devastado por el fuego en innumerables ocasiones. El sol de verano hacía azular el mar y destacaba los desteñidos veleros chilotes que entraban y salían del puerto. Desembarqué y trepé arriba del muelle de madera, entre el fuerte olor a mar y las hoscas miradas chilotas. Me observaban los hombres, calados en sus chombas de lana cruda y sus boinas desteñidas. Picana en mano, una mujer puso en marcha una carreta de pequeñas ruedas de tronco, rumbo a la calle principal que trepaba hacia la colina. Recuerdos del pasado no era posible hallar. Los incendios producidos por los corsarios y el descuido de velas y ahora de cortocircuitos no habían dejado sino cenizas llevadas por el viento. Modestísimas vitrinas ofrecían buen surtido de artefactos importados. ¿Pero cómo podrían adquirirlos estos modestos leñadores y campesinos y marinos que circulaban en pequeñas carretas o pequeñas embarcaciones? Este comercio debía estar reservado a los turistas y contrabandistas ocasionales del continente chileno. Pero me olvidaba que los chilotes regresaban de sus correrías con los bolsillos repletos.
Me asomé por la campiña ondulada que se esconde detrás de Castro. Esa campiña, excesivamente explotada y subdividida, ha sufrido la desarborización implacable del hombre. En este aspecto, Chiloé hace excepción a la América destemplada y es un territorio de transición, porque si bien el sol no alcanza a hacer madurar bien los cereales, no es menos cierto que ya ilumina en verano la región y que el hombre ha dominado allí la naturaleza. Naturalmente, esa campiña de monocultivo papal, atacada por el terrible flagelo del tizón, y la pesca, no puede dar en las actuales circunstancias los recursos suficientes a los chilotes. Por una u otra razón, desde siglos, el chilote ha debido buscar fortuna en otros lugares, lo que por otra parte es la inclinación ancestral de este nómade del mar.
Ellos son los hijos de "Chilué", esto quiere decir, lugar donde allegan las gaviotas. Gente humilde y tranquila. Empobrecidos por la fatiga agrícola, la subdivisión familiar, el virus de la papa, emigran hacia el sur, sin otra ayuda que su propia iniciativa, dejando a sus mujeres el cuidado de la casa, de los hijos, el trabajo agrícola y la fatigosa navegación. Chiloé está lleno de mujeres abandonadas, resignadas a esperar pacientemente a sus hombres que partieron sin fecha de retorno hacia lugares desconocidos. Ellas se han hecho cargo del yugo, del timón y del niño varón. Son ellas las que han convertido esos niños en los dioses perpetuadores del sexo, de la raza, de la familia. Trabajan para ellos, los miman y reverencian, sometiéndose a sus caprichos. Esos niños son los años del hogar, los perpetuadores del recuerdo paternal y del macho ausente y hacia ellos esas mujeres transfieren orgullosamente la soledad y el abandono de que han sido víctimas, mientras sus hombres, como bárbaros auténticos del norte, salieron a la aventura, sin otro recurso que su tremenda vitalidad, a conquistarse la patagonia chilena y argentina y la Tierra del Fuego.
Anfibios, con un pie en la tierra y otro en el mar, alimentados de peces, mariscos y papas, duros y sobrios, industriosos, con una vitalidad descomunal, los chilotes se han convertido en los habitantes insustituibles de las regiones destempladas, en los vikingos de las tierras australes americanas.

(*) De su libro “La América Destemplada” – Editorial Andina, Buenos Aires, 1967 – Páginas 12 a 15.

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