sábado, 12 de enero de 2008

SE EMBARCAN LOS EMIGRANTES


Los emigrantes chilotes en los años cincuenta y sesenta viajaban a Magallanes en el Osorno, el Navarino, El Viña del Mar, y otros vapores.

Por Luis alberto Mancilla

A media mañana miro el puerto desde la bajada de Ramírez, un sendero serpenteando entre zarzamoras y espinillos, orillando una vertiente que nace de una ciénaga de quilántales, juncos y matas de maqui. En la bahía decenas de botes y lanchas van y vienen en torno del barco amarrado al muelle que es el escenario de un gran anfiteatro donde es posible presenciar distintas escenas, dramáticas algunas, risibles otras.

A media mañana cuando la brisa del sur lleva el olor del mar sobre la ciudad, parece que todo el pueblo ha bajado hasta el muelle. Pobres y ricos, ancianos y jóvenes, niños inquietos de pantalón corto y gorras con orejeras, tímidas mujeres encerradas en sus chales y rebozos. Vienen de uno y otro lado de la ciudad desde el norte en caballos delante de carretas cargadas de bultos, maletas de madera, baúles de mimbre, canastos con gallinas, sacos de papas, barriles; desde las islas del sur y de los pueblos de la costa llegan los botes a remos, las lanchas veleras, los chalupones calafateados con estopa de alerce y pintados con brea, en ellos viaja la familia para despedir al hijo, al sobrino al jefe de familia que se va para la Argentina , a las estancias de Tierra del Fuego, a las minas del Turbio, a la austral Punta Arenas. Se va junto con las comparsas que viajan a la esquila.

Los albañiles y zapateros, los sastres y peluqueros, los relojeros y rezadores de velorio, los empleados de las oficinas publicas, los dependientes de los almacenes, los carpinteros y los carboneros, los changueros de carretilla y los fleteros de carretón, las putas de los burdeles de calle los carrera, dejan sus oficios y se van al muelle en ese día memorable de despedir a quienes viajan a la Patagonia a ser esquiladores de ovejas, a diente y cuchillo capadores de corderos, triperos y matarifes en los frigoríficos, albañiles en las ciudades patagónicas, carpinteros en las estancias, amansadores de potros chucaros, troperos de una nube gris de ovejas y corderos. Una jauría de niños y adolescentes corre debajo del muelle buscando un intersticio entre los tablones para mirar los secretos escondidos bajo las faldas de las mujeres jóvenes, se gritan el color de los calzones y la espesura de los vellos de los pubis juveniles. El muelle es un lugar más animado y atrayente que un incendio o un partido de fútbol.

Iglesia de Castro ciudad capital de la provincia de Chiloé.

En un momento todos se empujan y estorban subiendo a la cubierta para visitar el barco. Asoman sus cabezas por las redondas ventanas de los camarotes, se aparecen como fantasmas asustados por la elegancia del comedor de los pasajeros de primera clase, olvidando los aromas a comida de la cocina se sumergen en la oscuridad de la sala de maquina, bajan y suben escaleras de metal, caminan entre una ruma de tarros vacíos, guaipes y trapos negros de aceite de motor. Todos ansiosos por mantener en sus recuerdos ese barco que en sus bodegas traga sacos de papas, bolsas de manzanas, tablones de alerce y estacas de ciprés, barriles de chicha, cajones con gallinas asomando sus cabezas por una malla de alambre, malolientes cerdos encerrados en cajones, nerviosos toros y novillos para las carnicerías de Punta Arenas.

Muelle de Punta Arenas a principios del siglo XX.

A la hora del almuerzo cuando las gaviotas espantadas por los ajetreos no se atreven a posarse en el agua y revolotean encima de las grúas y chimeneas del barco, vuelos nerviosos que se agregan a las despedidas. Desde cuando apareció el sol por las lomas de Quilquico los saludos musicales de radio Chiloé amontonan nombres y apellidos de isleños viajando al sur del sur. La voz de Libertad Lamarque pinta futuras nostalgias, Cuco Sánchez contra viento y marea grita a los cuatro vientos la machota virilidad de Juan Charrasqueado, la voz de Guadalupe del Carmen se aparece majestuosa, sus canciones junto a las de Antonio Aguilar se han repetido durante toda la mañana en la música que llena el aire saliendo desde las radio a pilas “National”, enfundadas en un poroso cuero color café, que pegada a la oreja mantienen los “maichiles” que se van por primera vez a la Patagonia. Eran jóvenes con rostros de autentica morenidad chilota y no más de quince o diecisiete años recién cumplidos que se iban a buscar la riqueza de la Ciudad de los Césares que escucharon decir se ubica al final de ese laberinto que son los canales australes. La familia se queda en silencio, lejos del alboroto que la gente hace en el muelle; permanecen callados escuchando: “Golfo de Penas que lejos que vas quedando, tus horizontes de mi se están alejando”.

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