domingo, 28 de octubre de 2007

LA CIUDAD QUE NO QUEREMOS VER



Nadie conoce la ciudad que habita si no sale a recorrer sus calles, mirar lo poco que queda de su antigua arquitectura, disfrutar los paisajes, apoderarse de sus secretos. Aquel que desconoce su entorno, en cierto modo no se acepta a si mismo. Quien se niegue a ver a los otros, los que sobreviven en la ciudad de todos los días, significa que sufre la peor de las cegueras. No es capaz de ver a aquellos que cada mañana revuelven los desechos y en la basura buscan alimentar su miseria. El espejismo de todos los días consiste en pensar que habitamos la ciudad perfecta. Nuestra cultura de consumo nos ha convencido que mientras yo busque la felicidad no me deben importar las dificultades de los otros.

Entonces podemos preguntarnos: ¿Es más ciego aquel que no quiere ver los indigentes que pueblan la ciudad, o aquel que no quiere darse cuenta de las desigualdades del sistema económico que gobierna nuestras relaciones sociales?. Seré feliz cuando tenga una casa, un buen trabajo, compre un auto, me vista a la moda, pueda viajar en tiempo de vacaciones. Lo triste es que podemos llegar al final de nuestra vida frustrados de nunca haber conseguido los ideales de una sociedad de consumo. Mientras intentamos alcanzar los ideales egoístas de la economía de libre mercado no vemos a nuestro alrededor la miseria de todos los días.


La caridad y compasión con que apaciguamos nuestra conciencia no sanaran al enfermo alcohólico que vive en la indigencia y que cada día en la calle nos pide una moneda. El deseo de ser dueños de casas, autos, televisores nos quita la sensibilidad social, nos enceguece y no somos capaces de ver a los jornaleros de la Plazoleta que antes fuera la Feria de calle Magallanes; dueños de una cesantía que desvaloriza sus vidas, aquellos que desean olvidar la rutina de todos los días en la caja de vino o en la botella de grapa. No son un espejismo aquellos que beben y después duermen su borrachera en el mirador de calle Ramírez. Triste espectáculo que a diario ven los turistas extranjeros que salen del Hotel Unicornio a conocer una ciudad que cada día muestra las miserias de un país cuyos niveles, económicos y tecnológicos, lo ubican entre los más ricos de Latinoamérica. Pero el mundo de los desposeídos y el mundo de los que todo lo poseen siguen conviviendo en una sociedad que permanece impasible ante las injusticias más intolerables.

Durante el verano la “vagancia” llega desde el continente al campamento “Wendy” cercano al tranque o duerme en las tumbas vacías del Cementerio Católico. Se disfraza de malabaristas, mimos y payasos que en el tiempo que demora el semáforo en cambiar de luz te piden la moneda que necesitan para que el alcohol o el pito de marihuana le den alas a su imaginación para buscar una felicidad artificial que se niegan a encontrar en los problemas de nuestra realidad cotidiana. Otros esperan fuera de los supermercados para pedir la moneda, también están aquellos que “regalan” estampas de santos, medallas, calendarios de bolsillo, florcitas de papel, varillas de incienso, a cambio de una donación voluntaria que nunca puede ser menos de quinientos pesos.


El espacio urbano que habitamos ha cambiado. Las calles ya no son un lugar de encuentros agradables donde se podía conversar con el vecino, el antiguo compañero de curso, el amigo de la infancia para rememorar vivencias sin que importe el tiempo. Detenerse a conversar con alguien significa ser interrumpido por quienes descaradamente, con una actitud fronteriza a la delincuencia, te piden un cigarro o cien pesos para comprar cerveza o una caja del vino más barato que beberán en la calle, y en la calle dormirán su borrachera. No existe ley que los sancione ni vergüenza que los detenga. La dignidad, no es un valor humano, es una palabra desconocida. Son parte de una generación que vive el sinsentido de una libertad enfrentada a la negación y a la nada.


Antes el mendigo era dueño de una honradez y decencia hoy desconocidos, parecía vivir con el miedo a perder su dignidad en la constante desvalorización de su forma de vida. Se avergonzaba de su miseria, vestía ropa limpia y tenía hábitos de aseo. No pedía de lástima una moneda, pedía trabajo. Picar leña, limpiar el patio de la casa, sacar el pasto de la vereda, descargar un camión de leña. Se sabía útil, nunca bebía en la calle, era cliente asiduo de algún bar donde muchas veces le fiaban “la caña” de todos los días. Sabía compartir con otros en una conversación alegre, y era el hincha más fanático de algún club del fútbol local. El mendigo de hoy es hipócrita, y pide más y más, queriendo obtener el mayor beneficio sin el menor esfuerzo. Sobredimensiona su frustración y soledad en el beber hasta perder toda dignidad; mientras nosotros observadores impasibles los vemos como parte del paisaje de las calles de la ciudad de todos los días.

No hay comentarios: